“Oye tío, aunque este año estés fuera… ¿Te apuntas a venirte a Guate en verano?”
“Bueno, parece un buen plan para vacaciones”, pensé. Así empezó todo. Bueno, casi todo.
Mi amigo Rafa, siempre entusiasta y con los pies más en el cielo que en la tierra, ya me había introducido antes a Jardín de Amor. Aunque hasta entonces, para mí solo era la “asociación de mi amigo”, esa de la que siempre nos hablaba para comprar productos y asistir a eventos benéficos (llegando a parecerme incluso algo pesado en ocasiones). Pero sin saberlo, al proponerme ir con él a Guatemala como voluntarios, dio el pistoletazo de salida a la que luego se convertiría en una de las experiencias más inolvidables de mi vida.
A finales del año 2016 comenzaba un apasionante curso para mí, puesto que me iba de Erasmus a Lyon a cursar 5º de Medicina. Todo un año de novedades y de anécdotas que me podrían dar para escribir varios blogs completos, pero que aquí no vienen al caso. El tema es que avanzaba ya el 2017 y yo no pensaba en mi futuro más allá del final del Erasmus, porque no quería que ese momento llegase nunca. Pero ahí estaba Rafa, que con un poquito de insistencia y mucha mano izquierda me acabó convenciendo para ir y comenzar a preparar el viaje.
Así, tras mi regreso a Madrid y los correspondientes preparativos, llegó el 5 de julio. Las semanas previas, a fin de conocernos bien, tuvimos tiempo de reunirnos con los demás voluntarios que nos acompañarían: Alicia, Diego, Elisa, los dos Jaimes, Lourdes, Marina, Paula y Pedro. Antes de que nos diésemos cuenta, estábamos todos a la salida del aeropuerto de Ciudad de Guatemala, donde por fin conocimos al gran protagonista de toda esta historia: Julio, el director de la escuela, que fue a recogernos. Tras fundirse en un fuerte abrazo con Rafa (ambos se conocían ya del voluntariado de 2013), nos llevó a nuestro alojamiento en la Antigua Guatemala, el hostal de Don Elder y Doña Marina (tras una breve parada en el Parque Central de la ciudad para dedicarnos un pequeño discurso de bienvenida).
Comenzaron así 4 semanas frenéticas de trabajo en la escuela. Tras establecer con Julio una planificación de la labor que íbamos a desempeñar, los primeros días fueron introductorios, para conocer a las “seños” y a los alumnos. Nos repartimos por los distintos cursos para ayudar a dar las clases y organizar las actividades extraescolares y los juegos de los recreos, adoptando papeles de profesores y monitores, además de repartir la comida diaria que con cariño y esmero preparaba Doña Berta para los alumnos junto con un suplemento vitamínico para garantizar sus necesidades nutricionales.
Por otro lado, también echamos una mano a Marcelino (nuestro capataz) y su equipo de albañiles en tareas de construcción, puesto que por aquel entonces acometimos obras importantes como la reforma del subsuelo del patio de la escuela y su posterior reasfaltado y enlosado, el pintado y colocación de barandillas de las aulas de la planta superior, y también el reacondicionamiento del espacio del antiguo huerto donde más tarde se levantaría el nuevo edificio de secundaria.
Así, día tras día, nos turnábamos entre la atención a los niños y el trabajo físico de albañilería. Y la verdad que no sé decir cuál de las dos labores era más agotadora… Pero porque tampoco podría decir cuál era más gratificante. Por la tarde gozábamos de tiempo libre para pasear por La Antigua (la vieja ciudad colonial no en vano es uno de los principales atractivos turísticos del país) o sencillamente charlar y descansar en el hostal… Pero desde luego que por las noches dormíamos como bebés.
Pero no todo era trabajar. Los fines de semana teníamos tiempo para hacer turismo, viajar y conocer Guatemala y sus riquezas. Volcanes como el de Agua, el Pacaya o el Acatenango. Paisajes costeros como la negra playa de Monterrico en el Pacífico, o Livingston en el Caribe. Un precioso lago entre volcanes llamado Atitlán. Las piscinas naturales de Semuc Champey, que recorrimos a nado de cascada en cascada.
La ciudad de la isla de Flores, capital de la provincia del Petén, donde se encuentra un inmenso territorio selvático que alberga la ciudad maya de Tikal, vestigio de aquella cultura ancestral hace siglos desaparecida.
En definitiva… Un mes descubriendo nuevos mundos.
La experiencia llegaba a su fin y los voluntarios del mes de julio se marcharon al acabar el mes. Rafa y yo nos quedamos unos días más, para dar el relevo al grupo que llegaba en agosto. Nos alegró mucho poder compartir los últimos días con nuestros amigos Jaime y Laura, los primeros en llegar del nuevo grupo, y tener un poco más de tiempo para estar con ellos y alargar un poquito nuestra estancia en Guatemala. Pero llegó el día de la despedida y así, el 10 de agosto, Julio nos llevó al aeropuerto y con un fuerte abrazo nos despedimos de los tres y embarcamos en el avión que nos llevaría de vuelta a casa.
Es difícil expresar lo que una experiencia así puede cambiarte la vida y tu forma de ver las cosas. Lo que sí puedo decir es que me quedo con todo lo que allí aprendí, las grandes amistades que hice, y lo mucho que me hizo crecer. Y por supuesto, con los fantásticos recuerdos que me vienen a la cabeza cada vez que pienso en ello.
Ojalá algún día tenga la oportunidad de regresar.
Jardín de Amor no es solo una asociación, es una gran familia. Aunque suene a eslogan publicitario, es la verdad. Pero solo yendo allí y viviéndolo en primera persona acabas siendo plenamente consciente de ello.
Y yo, desde luego, me siento muy afortunado de formar parte de ella.
Nacho Vargas-Zúñiga
Comments